Por la gente que amamos
Capítulo I: Los Senderos del Norte
En el año del Señor de 1593, un hombre de 33 años llamado Jacinto Serrano, originario del verde y frío valle de Salazar en el norte de España, emprendió un viaje que cambiaría su vida para siempre. Su alma católica, firme y devota, lo impulsaba tanto como su deseo de explorar tierras nuevas. Había oído hablar de los reinos ultramarinos, de tierras ricas en oro, de pueblos por convertir y horizontes infinitos bajo el cielo del sur.
—Padre Esteban, ¿cree que el Señor perdonará mis pecados si muero en tierras lejanas? —preguntó Jacinto la víspera de su partida, confesando en la iglesia del pueblo.
—Hijo mío, el que sirve al Señor con el corazón limpio y el alma dispuesta, no teme la distancia. La fe no se mide en leguas —respondió el sacerdote, un hombre de voz profunda y mirada firme.
Su madre, Doña Elvira, lloró cuando lo vio partir. Jacinto era el mayor de tres hermanos. Sus dos hermanos, Alonso y Diego, murieron a manos de bandoleros en un camino del norte años atrás. Su hermano menor, Martín, aún vivía en Salazar, cuidando de las tierras y de su madre. Su padre, Don Fernando Serrano, había muerto víctima de una enfermedad extraña que los curanderos llamaban la fiebre azul, un mal que consumía la piel y el alma lentamente.
Su hermana mayor, Beatriz, le entregó un escapulario de San Ignacio y una carta para un primo lejano, Domingo Jaramillo, quien se decía andaba por tierras del otro lado del mundo.
—¿Y si no regreso? —dijo Jacinto, mirando al cielo.
—Entonces serás como el apóstol Santiago, que cruzó tierras desconocidas por la gloria de Dios —le dijo su hermana—. No temas, hermano. Este también es tu camino de Santiago.
Capítulo II: Nueva Providencia
La costa era una línea turbia entre el cielo y el mar. Jacinto y los demás desembarcaron al amanecer, cuando las aves marinas daban sus gritos más agudos y la bruma comenzaba a retirarse como un ejército derrotado. El primer paso sobre tierra firme fue denso, lleno de humedad y promesas inciertas.
El asentamiento, llamado Nueva Providencia, se extendía tímidamente entre colinas boscosas y manglares que respiraban vapor al mediodía. Algunas chozas de palma y barro, una capilla de adobe sin campanario, y un fuerte de madera en construcción eran los únicos signos del esfuerzo humano frente a la selva. Muchos ya murmuraban que el nombre debía cambiarse. "Fue idea de un soldado de Benalcázar," decían con desdén, como si esa procedencia le restara legitimidad.
—No hay providencia que aguante este calor —se quejaba Antonio Zambrano, sacándose el sudor de la frente con una hoja seca.
Jacinto observaba en silencio. No era hombre de quejas. Prefería comprender el ritmo de las cosas antes de juzgarlas. Y en aquella tierra, todo tenía su propio pulso: los insectos, los ríos, la mirada de los locales.
El recibimiento fue formal, casi indiferente. El alcalde mayor, don Melchor de Mendoza, los saludó sin bajar del caballo. Era un hombre enjuto, de bigote afilado y manos delgadas.
—Vuestra hoja de servicio dice que habéis servido con honor. Aquí se necesita orden. No somos Sevilla ni Lima. Aquí, cada día es fundación —dijo con sequedad.
Jacinto fue asignado a la guarnición junto a otros recién llegados. Les dieron una casa comunal de madera y techo de palma, donde compartía espacio con García Naranjo, el cartógrafo Reeder, dos hermanos mestizos de apellido Gonzal y un joven andaluz llamado Lope Aceituno.
Los días eran pesados y lentos. El calor y la humedad impregnaban la ropa, la comida, el sueño. Aun así, Jacinto agradecía tener tierra bajo los pies. Participaba en patrullajes por la ribera, en trabajos del fuerte, en las misas del padre Lorenzo, un hombre de porte firme, barba blanca y ojos que brillaban cuando hablaba del Evangelio.
—Aquí aún se predica como en los días de los primeros apóstoles —decía—. El alma es campo virgen. Y el demonio acecha en cada rincón. Sed firmes, hijos.
Jacinto, que desde niño había sentido una devoción profunda por la figura de Santiago Apóstol, hallaba en aquellas palabras el eco de una vocación que aún no entendía del todo. Ayudaba en la iglesia, cargaba bancos, arreglaba el altar cuando podía. El cura lo trataba con aprecio.
—Tú no viniste por oro, Jacinto —le dijo una noche, mientras compartían un vaso de vino rojizo—. Tú viniste a construir algo.
Jacinto bajó la vista.
—Vine a encontrarme a mí mismo, padre. O al menos, lo que queda de mí.
Durante una ronda en la ribera, conoció a Ana Aceituno. Era hermana de Lope y vivía con su madre cerca de los campos de mandioca. Tenía los ojos oscuros, la piel morena clara y una voz que parecía tejida con canto de río.
—¿Eres del norte? —le preguntó al verlo.
—Del valle de Salazar, en Navarra.
—Dicen que allá nieva.
—Y mucho. Hasta el silencio se congela en invierno.
Ella reía con gracia contenida. Jacinto, que no sabía de cortejos, la escuchaba hablar de los árboles, de los gatos que cazaban aves en el tejado, de sus sueños de tener un taller de bordado. Ana conocía la tierra mejor que muchos hombres del fuerte. Sabía qué plantas servían para fiebre, qué senderos evitaban a las serpientes, qué días llegarían lluvias.
En el mercado, donde comerciantes portugueses vendían sal, cuchillos, telas gruesas y frascos de vidrio, Jacinto se encontró con Domingo Jaramillo, primo de su madre. Era un hombre calvo, grueso, con manos de escribano y voz aguda.
—¡Jacinto Serrano! ¡Eres la viva imagen de tu padre! —exclamó abrazándolo.
Pasaron horas hablando de la familia, de Beatriz, de Martín. Jaramillo tenía un taller de encuadernación y cierta influencia entre los comerciantes. Le presentó a los Zambrano, a los García, a los Naranjo, a los Reeder, a los indígenas que trabajaban en las esteras.
Uno de ellos, un hombre de rostro pintado y nombre fuerte —Huaillaguango—, contaba historias en lengua local sobre una ciudad dorada que solo los sabios encontraban. Decía que un anciano de esa ciudad había conocido a un hombre que, a su vez, conoció a Atahualpa.
—No era rey, pero era más sabio que muchos reyes —traducía Ana, que escuchaba con atención.
Jacinto comenzó a escribir en un cuaderno de cuero. Notas sueltas. Reflexiones. Oraciones. Descripciones del entorno. Citas de los sermones del padre Lorenzo. Recordaba las palabras de su hermana Beatriz. "Este también es tu camino de Santiago". Y lo era, con cada paso, cada rostro, cada silencio.
Pero la paz era frágil. Rumores de conflictos se colaban como viento por las rendijas. Portugueses ambiciosos, indígenas inconformes, esclavos que planeaban huir. La muerte, siempre presente, acechaba tras la maleza.
Una noche, un ataque a una hacienda cercana dejó muertos. Jacinto ayudó a defender el fuerte. Blandió su espada con precisión, pero no disparó su arcabuz.
—Las armas de fuego son para el juicio final —dijo luego a Reeder, que lo miraba con asombro.
En la misa del día siguiente, padre Lorenzo habló del valor.
—El cristiano verdadero no busca la guerra, pero no teme defender al inocente. Y lo hace sin odio. Porque el odio es del demonio.
Jacinto escuchaba en silencio, con la cruz de su madre entre las manos. Ya no era solo un viajero. Estaba echando raíces.
Capítulo III: Sangre y Tierra
La lluvia había comenzado de madrugada, con un murmullo que fue creciendo hasta convertirse en un tamborileo constante sobre los techos de palma. Jacinto despertó envuelto en humedad, con la camisa pegada al cuerpo y el recuerdo de un sueño inquieto. Había visto a sus hermanos, Alonso y Diego, caminando bajo la nieve con antorchas encendidas, sin decir palabra, como guiándolo a un destino desconocido.
Cuando salió al patio común, encontró a Reeder reparando su cuaderno con hilo encerado.
—¿Sueñas con Europa, Jacinto? —preguntó sin levantar la vista.
—No sueño con volver, pero tampoco con olvidar —respondió.
El asentamiento se había vuelto más tenso en las últimas semanas. Los rumores hablaban de incursiones nocturnas, robos de provisiones, y desapariciones de algunos trabajadores indígenas. Un anciano de la zona, de apellido Quilpatin, advirtió que algo oscuro se movía en la selva. No era hombre de muchas palabras, pero todos lo escuchaban con respeto.
—La tierra sangra cuando se la hiere sin permiso —dijo una vez.
Jacinto participó en varias patrullas que se internaban en los caminos vecinales. El bosque era espeso, palpitante. Algunos de sus compañeros llevaban mosquetes listos para disparar al más mínimo crujido, pero él prefería su espada.
Una noche, un grupo de saqueadores atacó la estancia de los Mendoza. Jacinto, junto a García Naranjo, Lope Aceituno y dos locales armados con lanzas, acudió en su defensa. El combate fue corto pero brutal. Un joven llamado Tomás Zambrano murió con una lanza en el pecho. Jacinto mató a dos hombres con su hoja de acero, una acción que lo dejó temblando por horas.
—No somos jueces —le dijo Ana esa noche, mientras limpiaba sus heridas—. Pero a veces hay que detener el mal.
Él asintió, sin palabras. Miraba el fuego y sentía que algo en él se había roto o endurecido. ¿Qué hubiera hecho el apóstol Santiago? ¿Combatir? ¿Predicar?
El padre Lorenzo visitó la escena del combate al día siguiente. Se arrodilló junto al cuerpo de Tomás y rezó el Salmo 91 con voz firme. Luego caminó en silencio hasta la capilla. En la homilía del domingo habló de Caín y Abel, del pecado y del perdón.
—Dios no niega el derecho a defender la vida, pero jamás bendice el odio —dijo.
Pese a las tensiones, la vida seguía. Jacinto y Ana pasaban cada vez más tiempo juntos. Él le enseñaba a leer en castellano y ella le mostraba los caminos ocultos del bosque. Había días en que paseaban hasta una colina desde donde se veía el mar. Allí hablaban del futuro, de los hijos que querían tener.
—Si es varón, me gusta el nombre Federico —dijo ella una tarde.
—¿Y si lo llamamos Lope? Como el poeta.
—O Juan. Es fuerte y simple.
—Augusto —dijo él—. Como el emperador. Pero con alma de monje.
Los domingos, después de misa, Ana y otras mujeres enseñaban a bordar en la plaza. Había perros que correteaban entre las bancas y gatos que dormían al sol. El lugar, pese a las heridas, comenzaba a parecerse a un hogar.
Un día, llegó una carta de Martín, su hermano menor, traída por un comerciante flamenco. Le contaba que su madre seguía viva, aunque muy debilitada, y que el invierno en Salazar había sido el más duro en décadas.
—Volved cuando podáis, hermano —decía—. Pero si no podéis, que al menos tu alma no olvide de dónde viene.
Jacinto leyó esa carta una y otra vez. Por la noche, escribió su respuesta bajo la luz de una vela:
“Querido Martín, he encontrado tierra, fe y sombra. Y también luz. Aún no sé si este es el final de mi camino o solo el principio. Pero aquí lucho por algo más que por mí. Ruega por mí, como yo por ti.”
Poco después, se convocó una reunión entre los líderes locales. Había que decidir si seguir llamando al lugar Nueva Providencia. Se propusieron nombres nuevos: San Ignacio, La Esperanza, El Puerto de Dios.
—No es solo un nombre —dijo Reeder—. Es lo que aspiramos a ser.
Jacinto propuso no decidir aún. Que el nombre llegara cuando la comunidad estuviera lista para merecerlo. Algunos rieron, pero muchos asintieron.
—¿Y tú, qué nombre le pondrías? —le preguntó Ana esa noche.
—Tal vez “Santiago”. No por mí. Por lo que significa andar por fe, sin certezas.
Los meses avanzaban. Nacían niños, morían ancianos. Se construían casas nuevas, se cavaban pozos, se curaban heridas.
Y Jacinto, entre sangre y tierra, seguía caminando.
Capítulo IV: Fuego y Vocación
La estación de las lluvias no daba tregua. El barro llegaba hasta las rodillas y el cielo parecía un techo de plomo perpetuo. En medio de la espesura, las fogatas chisporroteaban bajo techos improvisados. Jacinto, con el rostro curtido y la mirada templada por la experiencia, ya no era un forastero. Era parte de aquella comunidad forjada a golpe de fe, sudor y acero.
Habían pasado ya casi dos años desde su llegada. Su relación con Ana Aceituno se había consolidado como un tronco bien enraizado. No eran pocos los que los miraban como ejemplo de unión entre mundos. A pesar de la diferencia de orígenes, compartían una misma lengua espiritual: la esperanza.
Una mañana, padre Lorenzo lo llamó a la sacristía. Sobre la mesa, un mapa extendido y una carta con el sello de la diócesis del virreinato.
—Jacinto —comenzó el cura—, han pedido hombres fieles para acompañar a un grupo de evangelización hacia el interior. No solo soldados. Hombres con alma. Me han preguntado por ti.
Jacinto miró el mapa. Una línea dibujada a carbón señalaba un río que se internaba hacia los Andes. Pueblos desconocidos. Territorios aún no cristianizados. Peligros de toda índole.
—¿Y qué cree usted que debo hacer, padre?
Lorenzo lo miró largo rato antes de responder.
—No soy quién para decidir tu camino. Pero a veces, Dios no llama a los más fuertes, sino a los que están dispuestos. Tú has cargado tu cruz, Jacinto. ¿Quieres seguirla más lejos?
Esa noche, Jacinto caminó con Ana hasta la colina desde donde se veía el mar. La luna filtraba luz sobre las hojas mojadas. Se sentaron en una piedra cubierta de musgo.
—Me piden que me adentre hacia el oriente —dijo él—. A predicar. A proteger. A levantar iglesias.
Ana guardó silencio un instante.
—¿Y qué te dice tu corazón?
—Que tengo miedo. Pero que también hay algo ahí… algo que arde. No es ambición. Es otra cosa.
Ella apoyó su cabeza en su hombro.
—Entonces debes ir. Pero prométeme que volverás. O que escribirás. Que no dejarás que la selva te devore el alma.
—Te lo prometo —susurró Jacinto.
Días después, partió con un grupo mixto: frailes dominicos, dos soldados veteranos, un par de jóvenes catequistas, y cinco locales con experiencia en los caminos. Entre ellos estaba Huaillaguango, quien se había convertido en un guía valioso. Decía conocer montañas que respiraban como hombres y árboles que lloraban de noche.
El viaje fue arduo. La vegetación se cerraba como una jaula viva. Hubo fiebres, mordeduras de serpientes, ríos crecidos. Un fraile murió tras una caída en un barranco. Otro regresó, consumido por el terror. Jacinto, sin embargo, sentía algo distinto. Como si cada paso lo llevara más cerca de una verdad que no podía aún nombrar.
Una noche, acamparon cerca de un poblado indígena que aún no había sido visitado por clérigos. El jefe del lugar, un hombre anciano de mirada incisiva, los recibió con cautela. Se llamaba Yachayllan y hablaba un castellano rústico.
—He oído del dios que sangró en la cruz —dijo—. Pero aquí, también creemos que los hombres deben sangrar por lo que aman.
Jacinto le respondió con respeto.
—El Dios que yo sigo murió por amor. No pide sangre, solo fe.
Yachayllan asintió.
—Entonces habla. Pero no con palabras. Con actos.
Durante semanas, Jacinto y los frailes convivieron con el pueblo. Ayudaron a construir una pequeña capilla, curaron a los enfermos, enseñaron oraciones. Algunos jóvenes comenzaron a aprender a leer. Otros simplemente observaban, como si esperaran que algo se revelara por sí solo.
Una mañana, Jacinto se sentó junto a un niño que intentaba escribir su nombre en un tablón de madera. El niño le preguntó:
—¿Por qué has venido tan lejos?
Jacinto pensó un largo rato.
—Porque estoy buscando el rostro de Dios. Y quizás, está escondido entre los árboles.
Cuando regresó a Nueva Providencia semanas después, estaba más delgado, con la piel más tostada, pero con una paz extraña en la mirada. Ana lo abrazó como si el tiempo no hubiera pasado.
—¿Lo encontraste? —preguntó.
—No aún. Pero ahora sé dónde buscar.
Esa noche, padre Lorenzo lo llamó nuevamente a la sacristía. Le entregó una cruz de madera tallada.
—Esto no es un reconocimiento. Es un recordatorio. Tu fe no ha terminado de crecer. Apenas empieza.
Jacinto, con la cruz en la mano, sintió que una llama se encendía dentro de él. Ya no era solo un soldado. Ni solo un colono. Era un sembrador de luz en tierra indómita.
Capítulo V: Cruz y Legado
El verano comenzaba a dar paso a la estación seca. En Nueva Providencia, el sol caía con fuerza y el olor a tierra quemada se mezclaba con el canto de los pájaros. Jacinto Serrano había cambiado. El hombre que había llegado años atrás con miedo y dudas, ahora caminaba con paso firme y mirada llena de serenidad.
Ana estaba embarazada. La noticia había sido recibida con alegría y esperanza. El padre Lorenzo celebró una misa especial, bendiciendo a la pareja y a la vida que crecía en el vientre de Ana.
—Que este niño sea un faro en tiempos de oscuridad —dijo el cura—. Que su nombre lleve la fuerza de los antiguos y la fe de los nuevos tiempos.
Las discusiones sobre el nombre duraron semanas. Jacinto y Ana barajaban opciones: Augusto, por la grandeza; Federico, por la sabiduría; Lope, por la tradición; Juan, por la sencillez.
—Quizás debería llamarse Santiago —propuso Jacinto una noche—. Por el apóstol que cruzó montañas y mares, por quien yo también siento que camino.
Ana sonrió, acariciando su vientre.
—Entonces Santiago será.
Los días se llenaron de preparativos. Los vecinos tejían ropitas, los perros corrían entre las casas y los gatos vigilaban desde las ventanas. La comunidad crecía, pero las sombras no desaparecían. Aun había tensiones con vecinos portugueses y con grupos indígenas que desconfiaban de los recién llegados.
Una noche, mientras Jacinto patrullaba con sus compañeros, un enfrentamiento estalló cerca de un río. Hombres armados con machetes y arcos atacaron la zona, buscando venganza por viejas disputas. La lucha fue feroz. Jacinto defendió a los suyos con valor, pero vio caer a amigos y vecinos.
Al volver, fue consolado por Ana y el padre Lorenzo.
—No olvides que la espada debe estar al servicio de la justicia y la paz —le dijo el cura—. Que tu cruz sea siempre más fuerte que tu espada.
El nacimiento de Santiago fue una bendición. Jacinto tomó al niño entre sus brazos y sintió que toda la carga de los años caía por un momento. Era padre. Era sembrador de esperanza.
La carta a su madre en Salazar aún estaba sin enviar. No sabía qué decir. Quizás que había encontrado un hogar lejos del hogar. Que la fe era su norte y su escudo. Que el camino que emprendió era largo y aún tenía senderos por recorrer.
Una noche, mientras miraba el cielo estrellado, pensó en los reyes de España y Francia, en las guerras lejanas que no entendía del todo, en las tierras que aún faltaban por conocer. Recordó a su padre, a sus hermanos, a su hermana. Y al apóstol Santiago.
—Este es también mi camino —murmuró—. Y no termina aquí.
[CONTINUARÁ...]